Historia de Nuestra Orden

Historia de nuestra Orden

La historia comenzó en Asís, Italia; en una época, llena de contrastes, injusticias y sumamente movida, nace Francisco el año 1181.
Siendo su padre un rico comerciante, el ambiente que se respira en la casa paterna le proporcionará facilidades para entregarse a una vida de comodidad y de lujo, en donde no carece de nada.
De carácter jovial y divertido, se divertía entre la juventud de su tiempo, llegando a ser el animador y el ‘rey de las fiestas’, como muy acertadamente se le llamaba.
Un día, tocado por la gracia de Dios, llegó al momento decisivo de su conversión. Ansioso de valores más altos y definitivos, se despojará de todo para seguir a Cristo, viviendo el Evangelio con todas sus consecuencias. Francisco será el hombre de la pobreza, de la sencillez, de la generosidad, del amor a Dios encarnado en los hombres, todo vivido en una constante alegría y acción de gracias.
Muy pronto se le unen numerosos jóvenes, que cautivados por el mismo ideal evangélico, forman fraternidades ‘vivas’, que se extendieron por todo el mundo. Este movimiento franciscano revolucionó también el mundo de la mujer de la Edad Media.
Entre los primeros en seguir la espiritualidad de Francisco se encuentra Clara. Había nacido el año 1193, de una noble familia de Asís. Su madre, profundamente cristiana, educó a Clara en una finura espiritual que la iba abriendo al amor de Dios. Rehusó contraer matrimonio con un joven noble, consciente de lo que dejaba, pues había decidido en su corazón entregarse a Jesucristo.
Movida por el Espíritu Santo y atraída por el ejemplo de Francisco, Clara, que por entonces tenía dieciocho años, supo renunciar al bienestar de su casa paterna, para lanzarse a una insospechada y desconocida aventura. Iba a seguir el camino que Francisco le había trazado: ‘Evangelio y Libertad, Pobreza y Alegría, Fraternidad y Contemplación’.
El domingo de Ramos al amparo de la noche Clara se fugó de la casa paterna y fue a Santa María de la Porciúncula, donde Francisco la recibió y la consagró al Señor.
Desposada con Cristo, al pie del altar de la bienaventurada María, inmediatamente san Francisco la trasladó a la iglesia de san Pablo de Bastia (Monasterio de Benedictinas), para que en aquel lugar permaneciera hasta tanto que el Altísimo dispusiera otra cosa.
Apenas llega a sus familiares la noticia, éstos, con el corazón desgarrado, reprueban la acción y los proyectos de Clara y, agrupados en tropel, corren al lugar intentando lo que finalmente no pueden conseguir. Emplean la violencia, queriendo persuadirla a que abandone tal vileza, indigna de su linaje y sin precedentes en toda la comarca. Pero ella, agarrándose a los manteles del altar, les muestra su cabeza tonsurada, asegurándoles que de ningún modo la arrancarán en adelante del servicio de Cristo. Y a medida que crece la violencia de los suyos, se enciende más su ánimo, y le inyecta nuevas energías el amor herido por las injurias. Y, de este modo, a lo largo de muchos días, sufriendo obstáculos en el camino del Señor, frente a la oposición de sus familiares a su propósito de santidad, no decayó su ánimo, no se entibió su fervor; por el contrario, en medio de los insultos y de los enojos, su decisión va convirtiéndose finalmente en esperanza, hasta que los parientes, quebrantado su orgullo, tienen que desistir.
Transcurridos pocos días, pasó a la iglesia del Santo Ángel de Panzo (eremitorio); mas como no encontrara allí su espíritu la plena paz, se trasladó finalmente, por consejo del bienaventurado Francisco, a la iglesia de San Damián. Aquí, ancla su espíritu, no vacila frente a aquella pequeñez, no se arredra ante la soledad. Ésta es aquella iglesia en cuya restauración sudó Francisco con tan admirable esfuerzo. Es ésta la iglesia en la que, orando Francisco, una voz, brotada desde el madero de la cruz, resonó en su alma: «Francisco, ve, repara mi casa que, como ves, se desmorona toda». En este estrecho lugar se quedó Clara por amor a su Esposo. Con su comienzo se instituyó un nuevo monasterio e inició la Orden de las Damas Pobres. En él permaneció durante cuarenta y dos años de su vida quebrando el frasco de perfume de su ser total, a fin de que la casa de la Iglesia se inundara de sus aromas; y con su respuesta de amor a la Gracia del llamado de Dios, en esta forma de vida concreta, atrajo a muchas mujeres más para transitar el camino de Seguimiento de Jesús comenzado por Francisco y continuado con Clara.
Ya al final de su vida, un día antes de su muerte recibe la Regla aprobada por el Papa Inocencio IV. Regla que con gran esfuerzo y coraje ha realizado ella misma. El 11 de agosto 1253 entrega su espíritu al Señor con unas hermosas y últimas palabras; vuelta hacia sí misma, habla a su alma: «Ve segura -le dice-, porque llevas buena escolta para el viaje. Ve -añade-, porque aquel que te creó te santificó; y, guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Tú, Señor -prosigue-, seas bendito porque me creaste».
Preguntándole una de las hermanas a quién hablaba, ella le respondió: «Hablo a mi alma bendita». No estaba ya lejano su glorioso tránsito, pues, dirigiéndose luego a una de sus hijas, le dice: «¿Ves tú, ¡oh hija!, al Rey de la gloria a quien estoy viendo?»
La mano del Señor se posó también sobre otra de las hermanas, quien con sus ojos corporales, entre lágrimas, contempló esta feliz visión: estando en verdad traspasada por el dardo del más hondo dolor, dirige su mirada hacia la puerta de la habitación, y he aquí que ve entrar una procesión de vírgenes vestidas de blanco, llevando todas en sus cabezas coronas de oro. Marcha entre ellas una que deslumbra más que las otras, de cuya corona, que en su remate presenta una especie de incensario con orificios, irradia tanto esplendor que convierte la noche en día luminoso dentro de la casa. Se adelanta hasta el lecho donde yace la esposa de su Hijo e, inclinándose amorosísimamente sobre ella, le da un dulcísimo abrazo. Las vírgenes llevan un palio de maravillosa belleza y, extendiéndolo entre todas, dejan el cuerpo de Clara cubierto y el tálamo adornado.
Así concluye Clara su vida mortal, viviendo en su ser la Pascua de su Amado. Como Jesús, Clara transita una muerte que da vida, sucitando hasta el día de hoy nuevas hijas que desean vivir ese mismo espíritu franciscano-clareano.